La Iglesia en tiempos de Constantino

Extracto de: http://www.uaca.ac.cr/acta/1991may/adimare.htm

En el 313 Constantino y el coemperador Licino, establecen la libertad religiosa en el Imperio, por el edicto de Milán, con él cesa la discriminación y la persecución contra los cristianos, y se les devuelven a las iglesias las propiedades confiscadas, otorgándole además exenciones y privilegios fiscales a la clerecía y dando validez oficial a las decisiones de los tribunales eclesiást icos. La razón de este cambio de actitud no es, como pareciera, ni un florecimiento de la libertad de conciencia, ni una conversión a la verdadera doctrina, como la piedad tradicional a menudo ha querido creer, pues no hay fundamentos para considerar que Constantino fuese realmente cristiano y hasta se duda de que hubiera sido bautizado en su lecho de muerte. Tampoco parece que la mentalidad oficial estuviese orientada al pluralismo, todo lo contrario, el desarrollo político del Imperio llevaba, rápida e inexorablemente, al totalitarismo.

En la edad constantiniana la causa próxima quizás fuera la difusión misma de la religión cristiana, sobre todo entre las milicias, lo que hacía imposible una política de mano dura, por parte del ejército, contra sus correligionarios. La misma expansión de la fe cristiana entre la pobretería hizo mudar los prejuicios anticristianos, que fueron bastante fuertes del 150 al 250, suplantados por una opinión pública probablemente favorable a la nueva religión. Esta nueva imagen del cristianismo hizo que las persecuciones no tuvieran un apoyo de opinión pública en tiempos de Constantino.

La mejor imagen del cristianismo parece haberse debido a sus obras de caridad, sobre todo en los centros urbanos, donde dieron protección de los enfermos, las viudas, los niños, los ancianos y los muertos, todos desamparados en la sociedad romana; estas obras de caridad estuvieron preponderantemente en manos de mujeres, por lo que la mujer cristiana alcanzó independencia, libertad y status mucho mayores que en las demás religiones del Imperio: fue así común la difusión de la fe cristiana primordialmente por obra de ellas, quienes paulatinamente convirtieron a la fe a sus hijos y esposos.

Por otra parte, el avance de la concepción totalitaria del Estado hizo cada vez más atractivo el imponer una religión oficial, en respaldo de la autoridad total del Imperio. Entre las religiones de la época la cristiana, cuando hubo alcanzado la organización del obispado monárquico, era la más apta para convertirse en religión del Estado, por ser la que más asemejaba la organización imperial, con sus obispos, tan similares a los gobernadores imperiales, su universalidad, su unidad doctrinal, su gobierno burocrático (clerecía), sus creencias y procedimientos reglados (cánones y dogmática). Esto no debe llevarnos a creer que los cristianos de la época tuvieran una fe uniforme, coherente y depurada, pues todo parece indicar lo contrario, que la vida de la fe era producto de un sincretismo religioso, profesando creencias diferentes, sin percatarse de la contradicción entre ellas.

Desde el siglo I a.C. aparece en el mundo helenístico un sincretismo religioso, mediante religiones de misterios: "las innovaciones típicas de las religiones helenísticas estaban orientadas hacia la salvación individual... Esas divinidades eran más cercanas a los hombres; tenían interés en su progreso espiritual y aseguraban su salvación... El sincretismo greco-oriental que caracteriza a las nuevas religiones de misterios, ilustra al mismo tiempo el poderoso vuelco espiritual hacia el Oriente conquistado por Alejandro " (Eliade, p. 208). Estas religiones de misterios, y la cristiana será una de ellas, se caracterizaron por prometer la salvación, que es la motivación religiosa del mundo clásico, por lo menos a partir de Alejandro Magno.

Si la liturgia religiosa fuera un buen reflejo de las creencias, encontrar íamos que la Iglesia cristiana aceptó, en un sincretis mo religioso (complexio oppositorum), creencias de todas las religiones de misterios: del mitraísmo, del culto a Atis, a Isis, a Cibeles, y a quien sabe cuántos más, supérstites hasta nuestra época en las fechas de nuestra liturgia, en las celebraciones mismas y en tantos detalles de nuestro folclor religioso, que ponen en evidencia la asimilación de muchas corrientes religiosas diversas: este complejo de cosas opuestas no dañó la elaboración de una dogmática propia, que asimilarí a todo ello al mensaje cristano primitivo, mediante un ejercicio teológico y de disciplina religiosa que se llevaría a cabo hasta inicios del siglo V, produciendo un monolito intelectual admirable, en el que se permitió tanta divergencia cuanta fuera compatible con una férrea unidad.

Al mismo tiempo que la Iglesia se centralizaba, lo hacía el Imperio, el cual, para lograrlo, necesitaba de una cosmovisión unitaria, que la religión pagana, con su multiplicidad de concepciones, no podía ofrecer. Constantino pronto se percató de la superioridad política, para fines del Estado, de una Iglesia monolítica, donde el imperio de la unidad lo fuera todo, y que facilmente pudiera ser dirigida por la autoridad pública. Por ello le brindó extraordinarios privilegios a la Iglesia, que de hecho pasó a ser religión oficial con el emperador como sumo pontífice de ella (cabe señalar que los siete concilios ecuménicos de la antigüedad fueron convocados por el emperador romano de Oriente: Constantino presidió el Concilio de Nicea (325), y fue él, todavía catecúmeno, quien definió la naturaleza divina de Cristo, según la fórmula que él mismo presentó e impuso a los padres conciliares: el homoousios, el Hijo consubstancial con el Padre, desde entonces piedra clave de la teología cristiana).

Acabó así la Iglesia perdiendo mucho de la libertad del mensaje paulino, pero a cambio pudo ser religión oficial, con capacidad para absorber y suplantar al Imperio.

La tolerancia religiosa, que proclamó el edicto de Milán, no es efectiva, pues las tendencias teocráticas prevalecieron, la nueva política no fue de tolerancia religiosa, sino de oficialización de la Iglesia; tan así que el mismo Constantino se adhirió a la fe cristiana y que ésta gozó de grandes favores tanto imperiales como de los fieles; desde entonces comenzó a ser costumbre dejar legados a las iglesias, que así fueron acumulando un patrimonio considerable, dedicado en su mayor parte a la asistencia social, inexistente en la sociedad romana.

Algunos han visto en este enriquecimiento eclesiástico, que hizo necesaria la aparición de una burocracia (la clerecía), el comienzo de la "prostitución" de la Iglesia, es decir de la pérdida de la libertad paulina y el inicio del predominio de lo que hoy llamaríam os los aparatchiki y el consiguiente nacimient o de una nomenklatura: la cristiandad, en la edad de Constantino, con su "Obispo monarca" y sus ligámenes ecuménicos, era la única religión capaz de llevar a cabo, dignamente, el proyecto teocrático imperial, y así el resultado del Edicto de toleranci areligiosa terminó, paradójicamente, fundando una religión exclusiva y prohibiendo todos los cultos no cristianos... con el emperador como árbitro supremo de lo que era y lo que no era cristianismo. La teocracia césaro-papista.

Del 313 al 380 (época en que Teodosio era el emperador) ya hubo más de un centenar de estatutos en respaldo de la Iglesia y en persecución de los disidentes, "para evitar el desorden y garantizar el orden público", llegándose hasta a la prohibición de discutir la fe cristiana.

La Iglesia por su parte se adaptó casi de inmediato a su nuevo papel y de comunidad de fieles para alabar al Señor, se transformó en institución garante de certidumbres, tal como es propio del derecho estatal, aceptando, implicitamente al menos, como su objetivo principal el dar certidumbre a las cuestiones religiosas, así como el Estado lo hace con las sociales: La incertidumbre del estado de gracia fue superada mediante la certidumbre del perdón de los pecados (sacramento de la penitencia); la de la pérdida de los carismas por razón de indignidad personal, por la permanencia de las órdenes sagradas. La Iglesia adoptó cada vez más las formalidades imperiales, y el "derecho canónico" comenzó a tomar preeminencia sobre la espiritualidad religiosa. Cada vez se asemejó más a un departamento y a una burocracia del Imperio, en lugar de una comunidad como las iniciales de Pablo. Al mismo tiempo la Iglesia cristiana imprimió una uniformidad imperial, es decir afín a las necesidades del Imperio, a las comunidades de creyentes: una fe única, una misma cultura, un único idioma.

El Imperio no dejó de notar, con espontánea simpatía, estas afinidades y en el 341 le dió todo el respaldo a la nueva religión, declarándola única y "erradicando los errores del paganismo", para -en el 396- eliminar todos los privilegios a las iglesias paganas y confiscarles sus propiedades.

Para entonces la Iglesia cristiana había logrado reinar incontestada, colmando su ambición de alcanzar plena libertad, pero cayendo en la paradoja -al lograr su afán- de convertirse en esclava del César.

Una vez que el Imperio tuvo una religión, se produjo el fenómeno de que ésta penetró en la cultura profana, la que, al cristianizarse, hubo también de popularizarse, de "rebajarse", por ser el cristianismo una cosmovisión propia de los estratos populares, una subcultura, una concepción proletaria: la vida cultural de las capas instruidas de la sociedad romana difería notablemente de las supersticiones populares, pero una vez que imperó el cristianismo, la vida intelectual y la cosmovisión de las clases proletarias y la de los estratos superiores, fue la misma. Esto fue, quizás, un adelanto social, al hacer homogénea la nueva cultura, pero a un alto precio, a saber, la pérdida de los criterios intelectuales rigurosos; las mentes y los razonamientos superiores se tiñeron de las supersticiones propias de los estratos proletarios; el raciocinio intelectual perdió precisión, aunque ganara en imaginación: del rigor intelectual se pasó a la credulidad.

Esta homogeneidad intelectual fue bastante profunda, aunque no total, entre las clases sociales, sí, pero no entre las distintas regiones del Imperio: Africa tuvo una concepción del cristianismo diferente a la de Occidente y en éste hubo graves divergencias internas y con Oriente. Los cismas y las herejías fueron numerosos en estos setecientos años, como lo pone de manifiesto la facilidad con que pueblos de profunda raíz cristiana, abandonaron su fe ante el embate del Islam, sin retorno. La capacidad de conversión del Islam se debió a que el "cristianismo oficial" no correspondía con el cristianismo popular, en especial en lo que hace a la concepción de la persona de Cristo (Dios-hombre) y a la de Dios, como Trinidad: la fe popular, como lo pondrá de manifiesto el Islam, era más drásticamente monoteísta y Africa se volcará por ello a la nueva nueva que afirma la unicidad de Dios y la humanidad de Cristo.